Ana,
querida odiada compañera de viaje, no sé si es la Navidad, que me pone sensible
o eres tú, que me sacas de mis casillas. Hoy quiero contarte una pequeña
historia. Una historia de una niña a la que le encantaba el agua del mar.
Existe
un océano, tú. Existe una balsa, la esperanza. Existo una chica, yo,
naufragante. Creo, quiero creer, que también existe tierra, la vida sin ti,
libre al fin. Y existía un barco, mi vida antes de que llegases tú.
Pues
bien, la historia va sobre una chica frágil y asustada que ha sufrido un
naufragio. Su barco se hundió y ella estuvo mucho tiempo nadando en el gélido e
inmenso océano. Estuvo días y días nadando y, lejos de sentir miedo, disfrutaba
de las suaves aguas en las que se sumergía. Pero llegó un día, cuando ya no le
quedaban fuerzas, en que busco desesperadamente algo a lo que agarrarse, porque
sino sabía que se iba a hundir y moriría para siempre. Entonces encontró un
pequeño pedazo astillado del que un día fue su barco y se agarró a él con mucha
fuerza. Ahora ya no le gustaba tanto el agua que la rodeaba, sentía el cuerpo
entumecido y la cabeza le daba vueltas constantemente. A esta chica, que desde
que nació había vivido en aquel barco, le habían contado que más allá de los
océanos existía tierra firme. Así que comenzó a fijar sus melancólicos ojos en
el horizonte, buscando ansiosamente esa tierra de la que tanto le habían
hablado. A veces le parece vislumbrar algo a lo lejos, pero siempre es una
falsa alarma. Los días van pasando. Hay días en los que reúne todas las fuerzas
que le quedan para buscar tierra. Hay otros días en los que, poco a poco,
pierde la fe y cabila acerca de soltarse de la tabla y acabar con su martirio o
aguantar unos días más.
El
final de esta historia no está escrita. Solo puedo deciros que aquella niña, ya
mujer por el paso del tiempo, aún sigue aferrada al trozo de madera, ya
corroído y sin pintura, del que un día fue su barco.