Querida anorexia o,
como acostumbro a llamarte, querido bicho:
Me has robado seis años de mi vida. Robado porque esos años jamás podré
volverlos a vivir. Seis años en los que he vivido aislada en un reino de
oscuridad y llanto. Seis años esclava de ti.
He perdido mi adolescencia. He cambiado las copas por batidos de proteínas, los
modelitos de las adolescentes por pijamas de hospital, el maquillaje por
ojeras, la felicidad por tristeza, las discotecas y planes por talleres de
mierda…
Aún recuerdo cada noche
cómo empezó todo. Como un juego. O eso me querías hacer creer.
Acababa de cumplir 14 años y mi cuerpo me parecía enorme al lado de todas mis
compañeras. La gente me decía que es que yo me había desarrollado antes, me
había convertido en mujer: caderas, muslos, pecho... mientras que ellas
conservaban aún su cuerpo de niñas: piernas infinitas como palos, planas,
cuerpo recto sin curvas... Pero lo que la gente me decía me daba igual, yo me
veía GORDA. Así que empecé a tirar la comida, a no comer si nadie me
vigilaba... Y llegó el día en que me encerré en el cuarto de baño y pensé:
"¿y si vomito? Solo quiero probar y perder así un poco de peso, PODRÉ
PARAR CUANDO QUIERA". Ingenua de mí, ese día firmé contigo mi sentencia de
muerte, pero yo, claro está, ni me lo podía imaginar.
Llegó el verano y subí a la sierra a pasar quince días de julio con mi cuñada y
mi hermano. Para entonces, vomitar era mi droga y no entendía qué me pasaba,
pero me encontraba fatal y solo quería llorar, estaba asustada. Así que decidí
contárselo a mi cuñada, que era como la hermana que nunca había tenido (ya que
todos mis hermanos son chicos) y le hice prometer que jamás diría nada a nadie.
Ella lloró mucho, pero me lo prometió, y también me dijo que ella sería mi
apoyo y en nada todo esto habría sido una pesadilla. Pero llegó un día en que
mi cuerpo decidió emitir su primer signo de alerta. Íbamos paseando en bici por
el pueblo y yo iba por delante diciendo "¡mira, voy de pie!" Lo
siguiente que recuero es estar en el suelo y empezar a llorar de dolor. Me
había desmayado. Mi cuñada me dijo que me caí a plomo en el asfalto, mis
piernas rebotaron varias veces contra el duro suelo antes de quedar inmóviles.
Tenía el brazo roto y un montón de heridas por todo el cuerpo: cadera, mano,
codo, barbilla... El impacto fue lo que me despertó. Todo me daba vueltas y era
incapaz de ponerme de pie. Un señor que pasaba por allí en coche, se ofreció a
acercarme al centro de salud. Me montaron en el coche y esperé en la puerta del
centro a que llegase mi cuñada andando con las dos bicis. Cuando llegó y salió
el médico volví a perder el conocimiento. Me desperté en una camilla con un
médico dándome tortas en la cara para que recuperase el conocimiento y ella con
los ojos cargados de lágrimas, agarrada a mis tobillos con fuerza. Cuando volví
en mí, estuve un rato en la camilla mientras me hacían preguntas y me tomaban
la tensión, me analizaban la glucosa y me median la frecuencia de mis latidos.
Nos mandaron al Hospital Puerta de Hierro para que me hiciesen una radiografía
en el brazo y me viese un médico especialista.
Para entonces, mi
hermano y su mujer ya habían llamado a mi madre, tranquilizándola con que había
solo había sido un rasguño y que me encontraba perfectamente.
Nunca olvidaré a aquel médico tocándome el hueso de la cadera y preguntándome:
"¿qué es esto?" A lo que yo respondí plenamente convencida: "¡un
michelín!"
Mi cuñada cumplió su promesa y, a pesar de las preguntas del médico acerca de
mi alimentación, no dijo nada.
Por supuesto, "YO SOLO ESTABA ADELGAZADO, NO TENÍA NINGUNA
ENFERMEDAD".
Mi cuñada se marchó a veranear a Sevilla y yo necesitaba hablar con ella a
todas horas. Por entonces no existía el WhatsApp, nos escribíamos por
SMS.
Entonces, un día de
julio, a las tres de la mañana, mi madre entró en mi habitación mientras yo
dormía y me puso el móvil delante de la cara, empezando a gritar que qué
demonios era eso (todos aquellos mensajes con mi cuñada en los que hablaba de
mi cuerpo y de comida). Perdí los nervios. Había descubierto mi secreto. Al día
siguiente me llevó al pediatra de la familia, quién me habló de anorexia y
recomendó una psicóloga a mi madre.
Mis padres ya sabían lo que hacía, ahora ya no había secretos, así que podía
optar por no comer directamente, no tenía que ocultarme más.
Llegó el verano y nos fuimos a Galicia como cada mes de agosto. Hice mucho
deporte y apenas comí nada. Mi madre lloraba pero yo "era feliz",
aunque claro está, seguía viéndome como una foca.
Al volver de Galicia, había perdido mucho peso. Empecé a entrar en contacto con
términos como IMC y que, hoy en día, forman parte de mi diccionario personal de
la vida diaria. Memoricé ese 2,8224 que es mi altura al cuadrado, de modo que
cuando alguien decía cuál era mi IMC yo solo tenía que multiplicar aquel número
por mi IMC para saber mi peso. Calculadora de pesos y calculadora de calorías,
en eso me habías convertido. Hiciste que pareciese buena en matemáticas cuando
siempre las había aborrecido.
Empezó el colegio. Mi madre me había cortado el pelo modo chico porque se me
caía y, según ella, me hacía una melena fea y descuidada. He de decir aquí que
el pelo tardó más de un año en empezar a crecer. En el colegio todo el mundo,
profesores y alumnos, murmuraba y me miraba con caras incrédulas. Mi nueva
tutora me vigilaba en la hora del patio, asegurándose de que tomase mi media
mañana (barritas hipercalóricas marca Meritene), y tenía que ir al baño
acompañada de una amiga o compañera.
Tenía una compañera
que, por constitución, era extremadamente delgada. Me comparaba con ella a
todas horas. Mi madre, preocupada, se lo comentó a mi tutora, la cual le dijo
que yo estaba bastante más delgada que aquella chica. Al día siguiente, cuando
vi a mi tutora, me enfadé mucho con ella y le dije que por qué había mentido a
mi madre, a lo que ella me respondió que no había mentido, que sólo había dicho
la verdad, que yo era la más delgada de la clase. Aun así, a esas alturas yo ya
tenía mi propia teoría: "la gente me dice que estoy delgada, pero es
mentira, solo lo dicen para hacerme sentir bien", que pronto evolucionó a:
“la gente me dice que estoy delgada para que coma bien y deje de vomitar y
hacer deporte, pero en realidad no lo estoy”.
Mis padres me llevaron a una psiquiatra privada. Habló conmigo, con ellos, me
pesó e hizo un informe de ingreso acompañado de estas palabras: "esta niña
está muy mal, la va a pasar algo en cualquier momento. Cuando le pase, llevarla
al Hospital del Niño Jesús y entregar este informe de ingreso”. Todo esto lo
recuerdo muy bien. Recuerdo sus palabras exactas porque, efectivamente, al día
siguiente al levantarme para ir al colegio me desmayé y mi madre me encontró
inconsciente en el pasillo. Cuando abrí los ojos me tenía sujeta entre sus
brazos, llorando y gritando mi nombre.
Llegamos al hospital, me explicaron que mi corazón latía muy lento y se podría
llegar a parar, y me dijeron que me tenían que ingresar en la Unidad de
Trastornos de la Alimentación. Yo estaba cansada de chillarle a todo el mundo
que YO NO ESTABA ENFERMA, NI TENÍA ANOREXIA NI NADA POR EL ESTILO, pero he de
reconocer que ese día me asusté y empecé a llorar, a decir que de verdad iba a
hacer las cosas bien, pero que no me ingresasen. Como mi madre tampoco quería
un ingreso, me dirigieron un ingreso domiciliario, que era como estar ingresada
pero en casa. Nada de colegio ni de salir a la calle, pasaba el día tumbada y
comiendo con una dieta marcada por el hospital, tan sólo podía levantarme para
ir al baño.
Cuando recuperé peso y llegué a mi IMC mínimo saludable, empecé a ir algunas
horas al colegio y a un grupo de terapia los miércoles junto a otras niñas que
"estaban en mi misma situación".
Escribía un diario ese curso, un diario en el que las frases más repetidas, en
letras mayúsculas y bien grandes eran: "ME ESTÁN PONIENDO COMO UNA
FOCA", “¿NO QUERÉIS QUE SEA FELIZ? ENTONCES, ¿POR QUÉ NO ME DEJÁIS
ADELGAZAR TRANQUILA?”, " YO SÓLO QUIERO SER FELIZ Y NO SERÉ FELIZ MIENTRAS
NO ESTÉ DELGADA", "QUIERO QUE TODO EL MUNDO ME DEJE EN
PAZ"...
Llegó un día en el que
me enteré de mi peso y perdí el juicio, me puse a llorar y a chillar que me
habían dejado estar gorda y cosas por el estilo. Al día siguiente recibimos una
llamada del hospital en la que nos avisaban de que aquel mismo lunes tenía que
ir a Hospital de Día.
En Hospital de Día me negué a hacer las cosas bien. Cuando se hartaron de mí,
me intentaron poner la sonda, pero cuando estaban a punto de hacerlo, llegó mi
psicóloga y se lo prohibió. El caso es que escuché a una niña decir que si te
hacías daño te echaban para que las demás niñas no lo viesen. La creí, así que
al llegar a casa cogí un cúter y empecé a descargar mi ira, enfado y demás
sentimientos sobre mi pálido brazo. Me echaron de Hospital de Día y, a cambio,
tengo una horrible cicatriz en mi brazo izquierdo para toda la vida.
El psiquiatra se enfadó mucho. No sabían qué hacer conmigo. Yo estaba feliz
porque me había salido con la mía y ahora no tenía que ir a Hospital de Día. El
médico le dijo a mi madre que tenían que ingresarme, pero mi madre suplicó que
no lo hicieran.
Las cosas que tienen que pasar al final siempre pasan, por lo que el ingreso
llegó al comienzo del curso siguiente, en primero de Bachillerato.
Siempre que empezaba
el curso recaía. Desayunaba y después me iba corriendo al colegio a vomitar.
Comía y después me iba corriendo a la biblioteca a vomitar. Tiraba la merienda.
Y ponía pegas para la cena. Como es de esperar, perdí mucho peso, así que esta
vez el ingreso fue inminente.
Aún recuerdo cuando le rebatía a la psicóloga: "a mí nunca me van a
ingresar, yo no estoy enferma, eso a mí no me va a pasar. No estoy delgada, ahí
solo ingresan a chicas muy delgadas, no a chicas como yo".
Ingresé durante mes y medio en la Sala Santiago, la sala de TCA, en El Niño
Jesús.
Toda las que allí estábamos lo llamábamos infierno: tiempos para comer, rebañar
la última gota, beberse el aliño de la ensalada, comerse la piel del pollo,
baños y ventanas cerradas con llave, dietas de 2500 kcal más batidos
hipercalóricas lo que hacían 3500, reposo todo el día en la cama, ganarte
privilegios como visitas, talleres, estudio... De verdad, si queréis castigar a
alguien, no le deseéis la muerte, desearle un ingreso por TCA.
No me apetece hablar del ingreso, creo que con eso ya lo he dicho todo. Sólo
quiero decir que es allí donde tengo el peor recuerdo de toda mi vida; el día
que me pusieron la sonda por negarme a tomarme un flan. Me sujetaron con fuerza
a pesar de mi lucha, mis llantos y mis gritos. Mientras el tubo pasaba de mi
nariz a mi estómago, un pensamiento me atormentaba: "¡mi voz! ¡Mis cuerdas
vocales!" Lo peor es cuando te dicen: "si no te calmas duele
más". ¿¡Cómo me voy a calmar?! Una vez me sacaron bruscamente la sonda me
mandaron a reposar. Me salía sangre por la nariz y por la boca y no me dejaron
entrar al baño a coger un pañuelo. Me tumbé boca abajo en la cama llorando
contra la almohada. Tardé horas en calmarme.
Después del primer ingreso pasé dos meses en Hospital de Día.
Tras la experiencia, ya era consciente de que estaba enferma y decidí curarme,
pero al curso siguiente volví a caer en la rutina de los vómitos y las mentiras
y volví a ingresar otro mes y medio.
Lo peor de todo es que el tiempo iba a pasando y yo seguía enferma, solo quería
llorar, estar sola y desaparecer y mis cumpleaños eran a cada cual más tristes.
Soplé las velas de mis 18 con los ojos enlagrimados. NO ERA FELIZ. Tú, anorexia,
me habías robado la adolescencia y no podía hacer nada para recuperarla.
Reuní muchas fuerzas, me apoyé en mis seres queridos y empecé a luchar contra
el bicho. Ya era hora de ganarle la batalla.
A pesar de mis ingresos, recaídas, hospital de día, terapias, revisiones... mi
nota media de bachillerato fue de 9,2 y mi nota de selectividad un 12,8, con un
10 en lengua y literatura y todo.
Por fin acabé el colegio y con ello me aseguré de no volver a esos lugares que
me habían visto enfermar y recaer, ni sufrir diariamente las burlas y rumores
de mis compañeros, si se les puede llamar así. Así que empecé la universidad y
con ella empezó mi recuperación.
En junio de 2014 me dieron el alta en El Niño Jesús. Fue el día más feliz de mi
vida. Aunque una psiquiatra externa tenía que hacerme un seguimiento mensual
para comprobar que todo iba bien y no perdía peso.
Me gustaría decir que ahí acabo todo. Que me curé y que ahora soy feliz.
Por desgracia, antes
de empezar tercero, el bicho comenzó a llamar desesperado a mi puerta. Al
principio, como siempre, creí que yo podría con él. Pensé que había cogido
demasiado peso (Mi IMC era de 18,5 pero el bicho me susurraba al oído que
estaba muy gorda) y que cuando perdiese un poco pararía. Me atrapó. Muy fuerte
esta vez. La caída fue más dura que nunca porque creía que me había curado para
siempre y no era así.
Como las veces anteriores: mentiras, vómitos en cada esquina, saltarme comidas
y, sobre todo, mucha tristeza. Lloraba a todas horas, no me creía lo que estaba
pasando. Además, bicho, te habías hecho tan fuerte que no podía luchar contra
ti. Una tristeza inexplicable, como si me desgarrasen por dentro. Me retorcía
en la cama chillando contra la almohada y ahogada en mi propio llanto. No
quería salir de la cama y no quería que nadie me viese en ese estado.
La psiquiatra me pidió que cada día fuese a la farmacia a tomarme la tensión y,
sobre todo, a medirme la frecuencia de los latidos.
Como no, llegó el día en que mi cuerpo no aguantó más y me desmayé en medio del
campus de la universidad. Una ambulancia me llevó al Hospital Puerta de Hierro,
donde me pusieron una vía con suero.
Ante esta situación, la psiquiatra propuso un ingreso inmediato. Me pidió que
volviese al Niño Jesús por si fuese posible un ingreso a pesar de tener 19
años. La doctora Faya, que había sido mi psiquiatra todos esos años, nos trató
a mi madre y a mí de un modo admirable. El ingreso allí era imposible, pero
habló con otro psiquiatra que me citó en La Clínica La Luz esa misma tarde.
Cuando tienes esta edad y tienes este problema no hay sitios que te traten en
condiciones. En los hospitales públicos ingresas junto a otros pacientes de
psiquiatría, pero no tienen unidad de TCA. Sólo te queda la opción de ITA, en
Barcelona, pero allí una vez que ingresas nadie sabe cuándo vas a salir: un
mes, cuatro meses, un año, dos años... Cuando era más pequeña siempre me
amenazaban con mandarme a ITA.
El caso es que una vez en la Clínica La Luz nos explicaron que un ingreso de
esas características suponía 300€ al día, ya que ninguna aseguradora privada
cubría un ingreso por TCA. Me puse muy nerviosa, había destrozado la vida a mis
padres ¿y encima les iba a arruinar? Me negué. Entonces me dieron la
posibilidad de pasar allí el día y dormir en casa. Empecé a ir allí todos los
días: comidas bajo supervisión y reposos. Al poco llego la noticia de que el
seguro escolar cubriría un 70%, lo cual me alivió un poco. Me costó abandonar
el vómito, pero a día de hoy pienso que basta con meterse un día los dedos para
quedar atrapada de nuevo por la enfermedad.
El proceso es largo y llevo desde octubre en el hospital, aunque ahora ya solo
voy a comer al mediodía, no es como antes que pasaba allí la tarde y hasta
después del reposo de la cena no volvía a casa. Ahora estamos en mayo y mi
evolución ha sido bastante buena. Solo rezo para que esta vez sea la definitiva
y pueda empezar a vivir mi propia vida, no la del bicho como hasta ahora.
Bueno, para ser sinceros, rezo para empezar a vivir de nuevo, porque LA
ANOREXIA ES EXPERIMENTAR LA PROPIA MUERTE EN VIDA.
Sueño con volver a
disfrutar de un helado un día caluroso de verano con mis sobrinos, de una
merienda explosiva con mis mejores amigas o de una fiesta de cumpleaños, de
esas que comes tanto que luego nunca cenas. Porque ya no recuerdo como es,
porque la última vez que hice algo así y lo disfruté sin pensar en nada más
tenía 13 años.
Si por algún casual os preguntáis por cómo me veo al mirarme en un espejo o por
cómo me he visto estos dos años atrás que estaba tan bien, os diré que JAMÁS ME
HE VISTO DELGADA, PERO DE ESTO SE NUTRE LA ENFERMEDAD, así que he aprendido a
confiar en los que me quieren y a razonar objetivamente, porque con un 18 de
IMC y una talla 36 nadie puede estar gordo. Además, ¿y si estuviese gorda?
Ahora me cuesta mucho pensarlo y que me de igual porque aún me estoy curando,
pero tengo muy claro que mientras me preocupe mi apariencia externa NUNCA SERÉ
FELIZ.
Y para todas esas chicas que al leer esta carta pensáis: “A MÍ TODO ESTO NUNCA
ME VA A PASAR, YO NO ESTOY ENFERMA”, os diré una cosa que quiero que recordéis
siempre: PASA. Y lo peor es que no solo pasan ingresos, hospitales, terapias,
depresiones, desmayos, caídas del cabello… es que ESTA ENFERMEDAD MATA.
El corazón es un músculo. Con esta enfermedad pierdes masa muscular y el
corazón se resiente como los demás músculos del cuerpo, por eso empieza a latir
más lentamente. Pero llega un día en que está tan cansado que SE PARA. Yo
estuve a punto de morir, Dios sabe por qué me salvé. Pero una de mis compañeras
murió con tan solo dieciocho años. Se acababa de curar, era feliz, pero su corazón
había sufrido tanto que ya no pudo resistir más y se paró para siempre.
Por eso, odiado bicho,
te digo QUE CONMIGO NO VAS A PODER PORQUE YO QUIERO VIVIR, PORQUE YO QUIERO SER
FELIZ, Y NO PARARÉ HASTA HABERTE APLASTADO.
NO SEGUIRÉ SIENDO TU
ESCLAVA.
Hasta nunca,